Sus orígenes se remontan a los comienzos de nuestra civilización, cuando nuestros ancestros cazaban animales para poder alimentarse y calentarse. De los animales se aprovechaba todo, tanto su carne como su pelaje.
Las pieles eran conservadas para confeccionar ropas de abrigo, calzado, cinturones, cordajes, gorros e incluso riñoneras.
Siglos después, tras la caída del Imperio Romano en el año 476 a.C., se limitó el uso del cuero y se prohibió la utilización de ciertas pieles, permitiéndose únicamente aquellas especies autóctonas como las cabras, bueyes, liebres, gatos monteses, comadrejas, topos, ciervos, corderos, etc.
Actualmente, la piel animal más utilizada es la del ganado, la cual es tratada mediante un curtido. A través de este método conseguimos que sea mucho más resistente y flexible.
Para obtener las pieles tal y como nosotros las conocemos, han de ser sometidas a un proceso, el cual consiste en quitarle la piel al animal, eliminar su lana, plumaje o pelaje y, para más tarde someterlo a salación o salmuera, labrado, curtido vegetal o mineral, pigmentación…